miércoles, 4 de octubre de 2023

Lar (en la mitología romana, divinidad de la casa o del hogar).

Esta tarde, cuando regresaba caminando de un magnífico almuerzo con la familia, llamó mi atención una pequeña casa ruinosa del siglo pasado o incluso del anterior, de las que aún abundan en la periferia del casco antiguo de La Laguna, y que están a la espera de que una pala las libere de sus muros para albergar una nueva construcción, donde respetarán sólo la fachada; y de pronto, mi cabeza se planteó ¿Pueden las casas tener conciencia de su circunstancia, o quizá le viene dada por quienes la moran o habitaron alguna vez?


Miré por las rendijas que quedan entre las tablas que tapian las ventanas. Por las aberturas se cuela la luz, una tímida claridad que alguna vez llenó la estancia de risas, de abuelos que utilizan sus piernas como montura de caballitos imaginarios para los nietos, de madres que enseñan a la luz de una vela las primeras puntadas sobre una tela, de hermanos que tan pronto se abrazan, como se pelean por una pelota de trapo que rueda de un lado para otro.

Un sonido de lluvia débil cae sobre la mesa y las lentejas se dispersan. Con manos hábiles, pequeños y grandes van eliminando las piedrecitas que se han colado entre los granos y según se van limpiando, se van devolviendo a puñaditos, en una pequeña saca.

La abuela, que era de buena familia pero pobre y pudo estudiar algo, enseña las primeras letras a los más pequeños sobre el papel donde le habían envuelto los granos. El abuelo se queja de que el frío se le mete en los huesos y no puede evitar tirar de la pierna mientras camina, y la hija que anda entre los fuegos de la cocina, le prepara una cataplasma con aceite y hierbas para que le alivie.

 

Pero también hay otras realidades y no todo es calidez, también están los rincones sombríos, el olor a humedad, a pobreza, a miseria de cuerpo y alma, y juntos deambulan por la casa cuando él regresa del trabajo sucio y agotado. Por el pasillo oscuro se asienta la rudeza que provoca el cansancio, la maldad de mente estrecha que embrutecida, cimbrea el cinturón sobre las flaquezas de los más débiles e ingenuos. Porque las normas entran así, a palos. Es lo que se ha hecho siempre. Y se ordena, se empuja y se insulta, para que lo respeten a uno que es quien manda entre esas cuatro paredes infectas. Fuera, las tornas son otras, pero allí él es el rey, y no hay quien le chiste, y así será hasta que se muera.

Y a estas alturas de mis cabilaciones, decido cargármelo, que se muera de una mala gripe, con fiebre y retortijones de barriga. Y luego que se abran las ventanas y se airee la casa, para que el viento del otoño lo ventile todo y la vida siga su curso.

Sigo mi camino con algo de remordimiento de conciencia, pero es que no puedo con las injusticias, y en esa casa, hay un no sé qué, que no me gusta.