lunes, 4 de julio de 2022

La hora del miedo

Qué bien sabe un fuerte abrazo. Cuando te aprietan y te estrechan tan fuerte que escuchas el corazón ajeno, y tu cuerpo se estremece de placer al sentir al otro tan cerca, que se entrelazan los dos mundos.

Al caer la tarde, iba siempre corriendo junto a la pared de las casas, acercándose a las ventanas para recibir la luz que escapaba del interior de los hogares, tocando la pared con los dedos como si de esa manera, un hilo invisible le mantuviera unido a sus vecinos. 

 


Así evitaba que aflorara el miedo, el miedo que podía dejarlo paralizado, cubierto de escarcha, el miedo que retorcido se introduce en forma de pensamientos negros, el miedo que le producía andar por la calle a la hora del crepúsculo, porque todos sabían en el pueblo, que cuando el sol se oculta, ellos, los espectros, los fantasmas, los brujos, aprovechan para hacer de las suyas, mientras bailan susurrándole conjuros a la luna.

 

 

Pero él era valiente. Él rompía el silencio junto a los grillos, farfullando una canción, ahuyentando de esta manera la maldad que se esconde dentro del silencio de las sombras, y sombras había muchas, que persistentes, le perseguían durante el trayecto hasta que llegaba a casa, a la puerta donde colgaban junto al llamador, ramilletes de hierbas aromáticas para espantar a los malos espíritus. Allí tocaba fuerte con la aldaba, ya se sentía casi a salvo, y la “amá” siempre le abría rápido sabedora de los miedos que pasaba el niño durante el trayecto, y tras cerrar, ella lo abrazaba y entonces él sabía que dejaba afuera los mundos grotescos de la noche, y de nuevo el sosiego lo inundaba todo. En casa estaba a salvo.