martes, 4 de octubre de 2022

De la ancianidad a una habitación sin personalidad en un viaje sin retorno.

Escribí este texto en abril de 2017 cuando mis progenitores aún estaban entre nosotros (fallecieron el 16 de enero de 2018 ella y el 10 de noviembre de 2019 él). Los recuerdo siempre con una sonrisa; ajetreada y nerviosa ella, y paciente y cariñoso él.

Hay días o momentos durante el día, en los que cuando somos conscientes de nuestra madurez, nos sentimos viejos y cansados, ajados o desolados sin más. Este escrito forma parte de uno de esos ratos de vacío y tristeza, por fortuna, luego el momento pasa y vuelves a la vida con energía, si no renovada, sí sacudiéndote el malestar.

De la ancianidad a una habitación sin personalidad en un viaje sin retorno.

Estoy comiendo en la cocina una ensalada china, mientras pienso que esta casona que en mi niñez sentía como mía, y como el mejor refugio del mundo, ahora que mis padres son ancianos y muchas son las cosas que han cambiado, me parece extraña, lejana y solitaria. Esto último probablemente se acentúa porque todos, salvo yo, medio duermen.

Mi pareja está en una cena de despedida de un curso de francés. Le acabo de enviar un whats App, pero supongo que donde está no deben tener cobertura porque veo que no lo recibe. La casa se me hace enorme y hueca y me pesa. Hoy dormiré en mi antigua habitación, aunque del mobiliario anterior no queda nada. Ahora la cama es una plegable, que usamos los fines de semana hasta que encontremos otra solución. Hay también estanterías, un armario empotrado, una mesa grande de oficina, sillas dispares, y la tabla de planchar recogida a un lado. Es una habitación para todo, incluso de medio despensa para almacenar trastos grandes como cajas de leche, botellones de agua o paquetes gigantes de pañales para adultos. Ahora, es una habitación sin personalidad, sin orden ni gusto.

Hasta la fecha y entre semana, una señora se encarga de atender a mis padres, pero los fines de semana los cubrimos entre los hermanos, pues ya no pueden estar solos. Y es que tarde o temprano volvemos a depender de los demás pues nuestro ciclo se va cerrando. Ahora ellos necesitan ayuda para todo, sobretodo para anclarlos al mundo. Este sábado noche me ha tocado a mí. Mañana tras asearlos, les pondré el desayuno, les daré las medicinas y los dejaré preparados para enfrentarse a ratos, a la quietud forzada y la ilusión perdida, a los malos recuerdos y a los buenos momentos según la conciencia les lleve o les traiga en su devenir caprichoso.

Papá acaba de levantarse pensando que era de día. Se está comiendo una mandarina, aunque él dice que es una naranja. Mamá de momento está tranquila y duerme. He conseguido que papá por fin se acueste y yo me voy a descansar también, pues con ellos nunca se sabe la noche que vamos a tener.

Desde la cama oigo en el “escucha para bebés”, (que hemos instalado para saber si tienen algún problema), los constantes carraspeos de mi padre, que no para además de hablar mientras dormita. Mamá en ocasiones tiene la respiración agitada y de repente le dice frases incongruentes a papá, que no las escucha porque por fortuna está sordo. Hace frío.

Parece que por fin duermen más profundamente, y yo en esta habitación que ya no es de nadie, voy a hacer lo propio mientras me dejen, pues no tardarán en volver a despertar.