Todo guarda un impás
sordo tras la muerte, aunque a veces parece pasar desapercibida. Los unos
siguen llegando y los otros marchando, y aparentemente la vida sigue igual.
Me muevo dentro del vértice que
forma la pared con el suelo para pasar desapercibido. Voy de un lado al otro.
Siempre en la penumbra, nunca expuesto. Estudio con paciencia los artefactos
que como apisonadoras recorren el terreno en distintas direcciones y velocidades,
también vigilo la comida que llega del cielo y que normalmente es escasa, a veces
cae desperdigada y otras toda junta.
Cuando veo vía libre, con mi
coraza puesta, corro en busca del alimento como un soldado bien entrenado. En
alguna ocasión no me da tiempo de cumplir la misión, en esos casos me escondo
en las pequeñas grietas del suelo donde sé que estoy a salvo, hasta que veo vía
libre de nuevo.
Hay más como yo, siempre atentos
y al acecho. Todos los días hay bajas que caen bajo la fuerza de las
apisonadoras, pero no nos amilanamos. Hay que sobrevivir, ahora ellos también
son comida. Nuestro mundo es despiadado e impera el sálvese quien pueda.
Hoy no estoy en un buen sitio,
tengo que intentar salir de aquí. Corro en zig zag para esquivar los golpes,
oigo gritos demasiado fuertes para que sean de los míos. Veo a la apisonadora
que se acerca muy deprisa y no tengo donde esconderme. Crack.
–¡Qué asco! Malditas cucarachas-
Y arrastrando el zapato mortífero sobre el suelo para que no quede vestigio
ninguno del percance, el viandante sigue sin más su camino.