viernes, 4 de marzo de 2022

Vela al viento

La madurez trae consigo el sosiego que nos regala la paciencia aprendida, y que desemboca como un río en el mar, en una manera de ver y vivir el día a día con una perspectiva más sabia y relajada; y que como la marea, nos lleva de aquí para allá mientras no paramos de empaparnos de todo cuanto nos rodea. Cuando somos jóvenes, las horas del día no son suficientes para alcanzar los logros que anhelamos. A veces todo nos parece lentísimo o vertiginoso, siempre sin término medio aunque pongamos empeño y nos esforcemos.

 Esta es la historia del pequeño pez Vela, que deseaba hacer como sus mayores grandes cabriolas en el aire, pero por más que lo intentaba, sólo conseguía dar algunos apurados saltitos.

El señor Gaviota, siempre oportunista, lo vigilaba disimuladamente pues era un plato muy apetecible. Sabía que estaba lejos de sus posibilidades, pero esto no le impedía maquinar, para ver cómo podía hacerse con la presa.

Un día, sobrevolando la zona donde se ejercitaba el pequeño pez, se le acercó y le dijo: -Sé de un sitio donde las aguas son poco profundas y podrías impulsarte con la cola para coger más altura-.

 


El ansioso e ingenuo Vela, pensó que nada malo podía sucederle y se dirigió hacia el lugar que le había indicado el interesado Gaviota. Allí comenzó a dar saltos cada vez más altos, apoyando la cola contra el suelo para rebotar con más fuerza. Se sentía dichoso y cuanto más saltaba y más piruetas hacía, más ganas tenía de seguir ejercitándose. Cuando llevaba más tiempo de lo aconsejable y ya estaba cansado por el esfuerzo, Gaviota, que daba vueltas en círculo animándolo a seguir, decidió que había llegado el momento de atraparlo, porque aunque el pez era muy rápido, en el estado en el que estaba no podría escapar, de manera que relamiéndose, se lanzó en picado.

El desdichado Vela, agotado como estaba, sintió la sombra sobre él demasiado tarde y se quedó petrificado de miedo. Pero cuando ya sentía que iba a ser el almuerzo del señor Gaviota, éste recibió un golpe en el costado que le hizo cambiar de trayectoria y perder un poco el equilibrio. No obstante, Gaviota, siempre hábil, se sobrepuso y logró posarse perjurando sobre una roca cercana, y mientras recomponía sus plumas, miraba receloso a su agresor que no era otro más que el papá de Vela, que nadaba siempre pendiente de su vástago.

 

 

El pequeño Vela había visto la rapidez y el enorme salto con el que su padre se había enfrentado a Gaviota. Entendió entonces, que cuando sus aletas crecieran como las de papá Vela, alcanzaría la velocidad necesaria para dar grandes saltos, y que no volvería a dejarse convencer por ningún extraño por mucho que le contara milongas o lo halagase, porque el precio a pagar podía resultar mortal.