Somos
afortunados porque podemos leer estas líneas, porque vivimos y no
sólo sobrevivimos. Por nacer en un país que no está en guerra,
donde se ama la vida y se respeta. Somos afortunados porque nuestros
niños no trabajan, sino juegan y aprenden, donde no se muere de
hambre y tenemos derechos. Somos afortunados porque cuando las cosas
no funcionan podemos protestar para que se arreglen y somos
afortunados porque no nos resignamos, y sentimos la necesidad de
caminar hacia el bienestar aunque a algunos les pese.
Como
cada día se puso en el lugar habitual a la espera de vender la
mercancía. Al poco rato se acercó un extraño y para su sorpresa le
pidió todo lo que vendía, que no era otra cosa más que dátiles y
toscas tortas de pan. Por esta vez, los vecinos se quedarían sin
nada, -pensó- poco le importaba a ella, estaba cansada, cansada de
caminar y cansada de esperar. Llevaba mucho tiempo agotada y lo que
sacaba apenas les daba para subsistir. Así que no lo dudó y pensó
que por una vez la suerte la bendecía y volvería pronto a casa con
la tarea cumplida. Recogíó el tenducho, no sin trabajo porque era
pequeña para esa labor y se lo colgó a la espalda emprendiendo el
camino de regreso. Cuando llevaba un largo tramo caminado y el pueblo
se distinguía a lo lejos, a la orilla del sendero descubrió pasmada una desordenada montaña de tortas de pan, era
su pan, se dijo asombrada. No podía creer que esa fría mañana la fortuna le sonriera dos veces. Miró a ambos lados, no había rastro de los dátiles y como siempre el camino estaba desierto. Por
segunda vez no se lo pensó, los limpió un poco mientras los guardaba en el hato y con paso lento e
ilusionada, marchó de nuevo en dirección a la aldea para revenderlo.
Se
quitó el uniforme, se vistió como los lugareños y con prisas se
dirigió al cruce de caminos donde aquella niña montaba su
tenderete. Le compró todo lo que tenía como estaba previsto y de vuelta a su
puesto tiró a un lado del camino las tortas. Nadie le había
comentado que tenía que cargar con todo hasta su puesto, además,
aquello no se podía aprovechar, era incomible, otra cosa eran los
dátiles -pensó -y se metió uno en la boca. El propósito estaba
cumplido, evitar que la civil estuviera hoy en ese punto en concreto.
En
el sendero, la niña levantó la cabeza y divisó a lo lejos un
pequeño convoy de todo terrenos que como una serpiente se
contorneaba por la pista de tierra, e intentó acelerar el paso para
estar en el cruce a tiempo. Los conocía, al principio le daban miedo
porque iban armados, pero nunca había tenido problemas, siempre le
compraban algo y seguían su ruta. Suspiró profundamente y tomó
aire, pero tras unos pasos rápidos desistió pues las piernas le
temblaban por el esfuerzo. Estaba exhausta. Había recorrido casi dos
veces el trayecto habitual con peso a su espalda. No coincidirían por muy poco,
bueno -pensó- otros pasarán. El cruce era concurrido y por eso se
ponía allí.
Las
bombas hicieron retumbar el suelo, sonaron tres golpes huecos y luego
otros muchos que provocaron que humo y arena quedaran flotando en el
ambiente como en una tormenta del desierto. El efecto la lanzó unos
metros atrás tirándola de espaldas y el pan volvió a rodar entre
las piedras. Permaneció quieta y aturdida largo rato y cuando fue
consciente de lo que había pasado siguió tumbada por si se repetían
los disparos. Un silencio sordo se fue arrastrando por el suelo como
un reptil ligero, acompañado del olor cálido y empalagoso de la
carne quemada. Cuando tuvo ánimos, recogió como pudo todos sus
enseres, incluído el pan. Se echó el pelo enmarañado y ralo hacia
atrás, lo cubrió y se limpió un poco la cara. Los ojos le
lloraban irritados y le salía algo pegajoso de las orejas. Lo probó,
y supo que le sangraban los oídos, tenía además cortes, rasguños
y hematomas en piernas y brazos, pero seguía viva. Llenó los
pulmones de aire, le ardían y tosió. Temblorosa recogió los
bártulos. Miró hacia el poblado, las manos le escocían, con
cuidado las pasó sobre la ropa, y se encaminó cautelosa a la aldea
dando un rodeo para evitar el cruce de caminos. Cuando dentro de un
rato se les pasara el susto a los vecinos, la curiosidad les haría
salir, y a lo mejor seguía sonriéndole el destino.
Las ilustraciones las elaboré con retales de tela, lápices de colores, rotulador y un toque digital.
ResponderEliminar¡Muy enigmático esta vez!
ResponderEliminarJajajajaja, pues sí... A veces es lo que toca.
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