En agosto es difícil encontrar playas
vacías pero no imposible, sobre todo a esa hora íntima de la mañana en la que
el día despierta y la mayoría de la gente aún duerme. Sólo aquellos que se
acuestan temprano porque les gusta madrugar, saben que tras el amanecer, nos sentimos revivir y
el día se disfruta de otra manera.
Ronronea como un gato el mar en mis oídos y el agua fría despierta mis pies sobre la arena que se ablanda baja el peso. Disfruto de este instante poético, la brisa que acompaña la marea revolotea a mi alrededor y miro al horizonte ajena a la playa.
Despacio el sol tibia la
arena y la vuelve luminosa. La soledad espiritual que me transmite la playa, el
olor a salitre, el aullido de las gaviotas que viajan en el viento me llena el
alma. Hago visera con la mano para mirar al cielo y las descubro a lo lejos,
como puntos quietos que flotan sobre el mar.
Las olas siguen su eterno
ir y venir monótono, acompañadas por el repiqueteo de las pequeñas piedras que
arrastra la masa de agua al retraerse y al empujarlos el siguiente embate que
cae sobre la orilla.
Dibujo con el dedo sobre la firme arena mojada, y descubro que inconscientemente escribo tu nombre como una adolescente y no puedo evitar una arrugada sonrisa. Es cierto que el amor no tiene edad, porque los corazones fatigados por los años también aman profunda e intensamente.
Camino a lo largo de la
playa vacía, un pié delante del otro, relajada y firme a la vez, nuestras
pisadas se acompasan y cogidos de la mano seguimos el camino que nos queda por
ver. En un rizo infinito como el oleaje del mar, seguimos aprendiendo el uno
del otro, seguimos cometiendo errores y seguimos luchando por evitarlos
descubriendo mundos recónditos en nuestro interior.
La técnica utilizada para las ilustraciones fue acuarela, bolígrafo y por último un toque digital.
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