Sobre la mesa, reposaba medio abierta la mochila
junto a un reguero de cáscaras de pipas. El chico acostado boca arriba, con las
manos bajo la cabeza, veía en la televisión una peli que hablaba de otra época,
con afrentas, victorias, mapas y tesoros. Cerró los ojos e inmediatamente se
quedó dormido.
Acostado, con su traje de vadeador sobre la tabla de surf y usando las
manos como remos, se acerca al pequeño acantilado de roca volcánica donde hacía
tiempo, había descubierto una pequeña cueva bajo la superficie. Detiene la
tabla un momento, que se balancea arriba y abajo con ritmo irregular, y suelta
el ancla que unida a una larga cuerda permitirá que la tabla siga el camino de
la corriente marina durante un trecho. Deja la bolla hinchable bien sujeta a la
tabla, para que puedan localizarlo en caso de necesidad y también como guía
para él mismo, aunque lleva otra cuerda amarrada a su tobillo por lo que pueda
pasar.
Debe tener cuidado entre las rocas al bajar porque
la resaca es peligrosa y puede darte un revolcón fatal. De espaldas al
acantilado, mira hacia el inmenso mar antes de sumergirse, a lo lejos se distingue
fondeada una embarcación.
Mientras bucea hacia abajo, acercándose a la boca de
la cueva, piensa en la suerte que tuvo de encontrarla y de atreverse a entrar.
Está oscuro al principio. La primera vez que entró se llevó un susto de muerte
con un mero enorme que se encontró de frente. Pasados unos tres metros por lo
que parece un tubo volcánico, el espacio se ensancha y tiene algo de luz que
entra desde el techo por pequeñas rendijas, es como una gran bomba volcánica
hueca. Cuando la marea está baja como ahora, puedes salir del agua por una
pequeña playa y adentrarte en la continuidad del tubo volcánico. Deja una red
con lapas colgando de un saliente de roca en la pared, amarra la cuerda y coge
las rodilleras, camina por el pasillo circular, pulido por el flujo de agua que
se desliza por allí cuando llueve. Sigue el camino ascendente durante unos cinco
minutos, luego se bifurca en tres tubos y él elige el más estrecho, que cada vez
se hace más pequeño hasta que tiene que
caminar a gatas, es un trayecto más corto, pero tarda diez minutos más o menos
en llegar a la zona donde se vuelve a agrandar. Aquí todo está muy oscuro y se
alumbra con una barra de luz. Este último pasillo es abrupto y las piedras
raspan y cortan, suerte que lleva también los guantes y escarpines. Está claro
que por aquí no pasa el agua. A la derecha en un rincón, yace el esqueleto de
alguien cubierto de andrajos. No le gusta mirarlo, tiene el cráneo roto, alguien
debió darle un golpe, y más a la izquierda en una concavidad, hay dos cofres
muy planos. La primera vez que los vio, se quedó observándolos durante un buen
rato. Tenían pinta de ser muy antiguos y no necesitó presionar con mucha fuerza
para poder abrirlos, la madera estaba blanda y podrida.
Hoy fue a tiro hecho, bajo la tapa hay un tapete de
terciopelo que oculta perlas, cadenas que parecen de oro y lo que pueden ser
piedras preciosas, también hay hebillas, anillos, broches, collares y pulseras.
Coge un buen puñado y se lo guarda en una funda plástica con cierre de cremallera,
que se mete bajo el traje, y deshace lo andado pensando que probaría en una
casa de empeño, para asegurarse con un tasador de si tienen o no valor.
Nada por el fondo a favor de la corriente guiándose
por la cuerda, en busca de la tabla que se había desplazado bastante como tenía
previsto. Al salir a la superficie se topó con la embarcación que había visto
antes.
-Chico, pensábamos que te había pasado algo -Le
comentó uno de los tripulantes de la barcaza. Él puso la bolsa con las lapas
sobre la tabla y se subió -Pues no, andaba por aquí cogiendo unas lapas- El
tipo, mientras parecía sonreír lo miró de forma turbia y escupió sobre la
superficie del mar. El cielo se había oscurecido y las puntas de las olas
empezaban a rizarse, señal de que se
aproximaba una tormenta, era hora de regresar a casa. Sin más, les soltó a regañadientes
y para no levantar sospechas, un –gracias por preocuparse, –y tomó rumbo a la
orilla.
El despertador llevaba sonando un rato. Por fin se
levantó medio zombi, se aseó y se entretuvo peinándose y pellizcándose las
espinillas hasta que se quedó medio a gusto. Cogió la mochila, metió una
libreta, un boli y un lápiz; agarró la goma, la miró y la tiró de vuelta a la
mesa, y con una sonrisa torcida, salió de la habitación pensando que hoy le
pediría prestada la goma, a la rubia de curvas sinuosas que no le solía dar
pelota. Se detuvo bruscamente, volvió atrás, abrió la gaveta y sacó un estuche
plástico con cremallera donde brillaban unas piedras y cadenas; y silbando
escaleras abajo, lo metió en el bolsillo del chaquetón.