Qué pena que seguimos necesitando
de un mes o de un día para que se nos tenga algo más en cuenta,
para hacer bulla y sobresalir un poco; para reivindicar en pleno
siglo XXI el respeto y la igualdad entre los géneros; para que las
labores hogareñas se compartan, igual que el cuidado de los hijos,
de los mayores y de los discapacitados; para que no se nos mire como
a muñecas o se nos trate como a un trozo de carne. Sé que las cosas
van cambiando, pero algunas lo hacen tan despacio, y la lista es tan
larga...
Para dar comienzo a
la ceremonia, junto al gran círculo marcado con piedras colocan
plantas aromáticas y alguna antorcha. Y todas se van sentando
alrededor del chisporroteo y cálido susurro de las llamas que brilla
en el centro.
La más vieja de
las mujeres trae consigo una vasija rechoncha y de boca ancha con agua. Va dando la vuelta alrededor del grupo, y cada una va
dejando caer con un suave chop, algún objeto que la representa.
El ambiente es
relajado y afectuoso. Las más jóvenes, casi niñas, ríen nerviosas
con las manos cubriendo la boca por respeto. Cuando el recipiente
carga consigo todos los objetos, la anciana satisfecha se sienta.
Una de las jóvenes
revuelve el cuenco y extrae sin mirar un objeto y lo muestra.
Entonces, la propietaria del pequeño elemento se pone en pie el
tiempo necesario para intercambiar una mirada escrutadora con la
anciana, que sin más preámbulos empieza a hablar. -Tú recibes el
poema, ésta historia será tu reflejo emocional, del que luego
charlaremos-.
Y tras una breve
pausa en la que con los ojos cerrados sus manos estudian la forma del
objeto, comienza a narrar, envuelta por los sonidos de la noche y el
calor de la hoguera.
El sol
atraviesa las piedras
que se
parten como trozos de pan,
y
cuando la tarde avanza,
el
calor acumulado emana del suelo
como
un don, febril y soporífero.
El
viento empuja la furia de los hombres
hasta
que el odio se apaga
y la
arena, frotando,
pule
las asperezas del camino.
El
agua, escasa y valiosa en nuestro entorno,
juega
a deslizarse caprichosa entre los dedos,
y a
ocultarse en el interior de las plantas
o del
suelo para dar vida.
Y la
luna por su parte, redonda y grande,
muestra
su pálida frialdad entre las estrellas.
Así
nos guía, nos vela, nos enseña y custodia,
Tras un breve silencio, comienza la charla donde se habla del objeto y el poema, de las preocupaciones y del sosiego, del trabajo diario y de cómo sobrellevarlo. Y avanzada la noche, cada una recoge su objeto del cuenco y se va retirando en paz y plena, tras compartir vivencias y planear futuros.
En Argelia, la tradición oral femenina se llama “boqala o buqala” (cuenco de barro), son poemas cortos dentro de un repertorio extenso creado por mujeres, que se recitan de memoria o improvisan en árabe argelino y a la destinataria del poema se le atribuye su significado. El rito se repite cuando la noche es especialmente hermosa, la luna luce más enigmática, hay un nuevo miembro entre las familias, o simplemente, alguien lo solicita. Cualquier pretexto es bueno para sentarse alrededor de un fuego a escuchar cuentos o poemas. El que aquí aparece está inspirado en esta costumbre.
En Argelia, la tradición oral femenina se llama “boqala o buqala” (cuenco de barro), son poemas cortos dentro de un repertorio extenso creado por mujeres, que se recitan de memoria o improvisan en árabe argelino y a la destinataria del poema se le atribuye su significado. El rito se repite cuando la noche es especialmente hermosa, la luna luce más enigmática, hay un nuevo miembro entre las familias, o simplemente, alguien lo solicita. Cualquier pretexto es bueno para sentarse alrededor de un fuego a escuchar cuentos o poemas. El que aquí aparece está inspirado en esta costumbre.