Apagó la linterna que
empezaba a dar muestras de agotamiento en cuanto llegó al final del pasadizo.
Por la gran abertura, como un balcón, podía ver el imponente paisaje de
barrancos profundos, picos afilados y un manto verde de tupido bosque lleno de altibajos,
como la natilla con grumos que preparaba su madre. Meneó la cabeza, esa vieja
nunca supo cocinar. Empezaba a caer la tarde, una luna plateada colgaba ya del
cielo como un botón metálico y la humedad se hacía notar. Miró hacia abajo,
calculó que estaba a unos doce metros de la base y la pared tenía un ángulo muy
pronunciado. Tendría que descolgarse por el terreno agarrándose como un pulpo
si no quería deslomarse.
No tardó más de ocho
minutos en llegar al fondo. El descenso le resultó mucho más fácil de lo que
pensaba, aunque estaba sudando y la camiseta se le pegaba a la piel. Le pareció
oír un ruido y se puso tenso a escuchar por si le seguía alguien mientras
observaba el agujero por donde había salido, aunque era absurdo, a nadie se le
había ocurrido ir por allí. Se estaba poniendo paranoico pues no se oía nada
salvo el canto de los pájaros y el susurro de los árboles. Aún jadeaba por el
esfuerzo, no era ningún atleta, más bien estaba fondón y como todo iba bien, se
daría un respiro. Abrió la mochila y comprobó que la copa Ática seguía allí,
junto a las flores azules y las semillas de adormidera. Frotó las manos
sudorosas contra los vaqueros y la tomó entre sus manos para observarla mejor.
Un cortejo bullicioso, acompañado de músicos, componían la cenefa principal
escoltada por otras de formas geométricas. Se encogió de hombros, ni siquiera
le gustaba.
Según caía la luz el
murmullo del bosque se iba apagando. Más relajado, guardó la copa en la mochila
y se preparó para partir. Miró hacia los espesos matorrales y agradeció que en
aquel lugar no habitaran serpientes. Al instante sintió un escalofrío que desde
la nuca le bajó por la espalda. Se estremeció e instintivamente sacudió los
brazos. Sentía verdadera animadversión por esos bichos. Buscó visualmente un
lugar por donde penetrar aquel laberinto de ramas y hojas. Con sorpresa
advirtió que podía escuchar vagamente música, sonaba una canción lenta. El
campamento estaba cerca. Observó el esquema que guardaba en el bolsillo,
parecía un mapa del tesoro dibujado por un niño. Los grandes jefes eran
idiotas, una gincana para crear lazos. A quién se le ocurre. Él lo resolvió
rápido y se saltó todos los pasos que pudo. Gilipollas, siguiendo todas las
normas. Llegaría el primero, con la dichosa copa de plástico y las demás
mierdas. No creía en ese afecto que predicaban y seguiría marcando distancias.
Encaminó sus pasos hacia
el origen de la música. Ya distinguía a intervalos las luces entre el follaje.
Un ruido a su espalda le paralizó, escuchó atento, pero ya no lo oía. ¿Se
estarían acercando los otros? Se había relajado mucho, tenía que aligerar el
paso o perdería la oportunidad de restregarles a todos por la cara su victoria. Avanzó un buen trecho muy rápido aunque se
llevó unos cuantos arañazos, ya estaba muy cerca, distinguía los colores del
campamento. La humedad iba en aumento y él estaba empapado en sudor. El terreno
se inclinaba y con las prisas, no observó el enorme desnivel que se abría a su
derecha, con una caída de más de cincuenta metros. Resbaló en el musgo y fue
dando tumbos ladera abajo hasta que quedó enganchado a un árbol que lo sujetó
ante el vacío, pero él ya no pudo verlo.
A veces uno se enemista con el personaje
que acaba de crear y decide ponerle la zancadilla, sin que existan pautas preestablecidas
en el argumento, y sólo por fastidiar. Es el caso del protagonista de este
texto en el que tenía muy claro cómo empezar, pero no la conclusión, que
descubrí para mi asombro a medida que avanzaba, como un deseo profundo de
castigo hacia un personaje que no respetaba a su madre y siempre se cree más
listo que nadie. Va dedicado a tod@s aquellos que por un motivo o por otro, no valoran
al prójimo.
Para las ilustraciones empleé acrílicos y lápices y rotuladores acuarelables, además de un pequeño toque digital.
ResponderEliminarLos malos que acaban mal nos gustan verdad? Pensamos que a los que se creen superiores su merecido les tiene que llegar antes o después por menospreciar al resto, como se ve en las películas, sin embargo, fuera del cine no sé yo….
ResponderEliminarComo esta gente existe aparece en nuestra vida y en tu cuento. Y yo por si acaso no le llega ese merecido al que encuentro tampoco lo valoro, porque soy mmmmala mmmmalísima jajaja
Es cierto que nuestro sentimiento ante la gente que vive avasallando, es el de que tarde o temprano les llegue su merecido porque necesitamos justicia para sentirnos cómodos; por eso nos gustan las pelis o las historias en las que triunfa el bien sobre el mal. De todas formas, la mayoría de las personas que nos rodean, son buena gente y sólo unos pocos destacan por ir poniendo la zancadilla para salirse siempre con la suya, lo que pasa, es que suelen hacer mucho ruido, aunque a veces, sea un ruido silencioso. Besosss
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