viernes, 8 de enero de 2016

La adolescencia encierra un tesoro

¡Cómo pasa el tiempo! Cuántas veces oímos esa frase sin ser conscientes de lo que significa, pendientes del reloj enfrascados en las tareas del día; y llega la noche, y revisamos el despertador para estar al día siguiente en pié a la hora precisa; y el tiempo pasa, y continuamos enredados en las diligencias cotidianas, preocupados, y no vemos el cielo, ni los árboles, ni las flores, ni escuchamos al de al lado aunque asentimos con la cabeza; y el tiempo pasa y pasa la niñez, la adolescencia, la madurez; y el tiempo pasa y se escurre entre nuestros dedos como el agua, sin darnos cuenta.


Sobre la mesa, reposaba medio abierta la mochila junto a un reguero de cáscaras de pipas. El chico acostado boca arriba, con las manos bajo la cabeza, veía en la televisión una peli que hablaba de otra época, con afrentas, victorias, mapas y tesoros. Cerró los ojos e inmediatamente se quedó dormido.

Acostado, con su traje de  vadeador sobre la tabla de surf y usando las manos como remos, se acerca al pequeño acantilado de roca volcánica donde hacía tiempo, había descubierto una pequeña cueva bajo la superficie. Detiene la tabla un momento, que se balancea arriba y abajo con ritmo irregular, y suelta el ancla que unida a una larga cuerda permitirá que la tabla siga el camino de la corriente marina durante un trecho. Deja la bolla hinchable bien sujeta a la tabla, para que puedan localizarlo en caso de necesidad y también como guía para él mismo, aunque lleva otra cuerda amarrada a su tobillo por lo que pueda pasar.
Debe tener cuidado entre las rocas al bajar porque la resaca es peligrosa y puede darte un revolcón fatal. De espaldas al acantilado, mira hacia el inmenso mar antes de sumergirse, a lo lejos se distingue fondeada una embarcación.


Mientras bucea hacia abajo, acercándose a la boca de la cueva, piensa en la suerte que tuvo de encontrarla y de atreverse a entrar. Está oscuro al principio. La primera vez que entró se llevó un susto de muerte con un mero enorme que se encontró de frente. Pasados unos tres metros por lo que parece un tubo volcánico, el espacio se ensancha y tiene algo de luz que entra desde el techo por pequeñas rendijas, es como una gran bomba volcánica hueca. Cuando la marea está baja como ahora, puedes salir del agua por una pequeña playa y adentrarte en la continuidad del tubo volcánico. Deja una red con lapas colgando de un saliente de roca en la pared, amarra la cuerda y coge las rodilleras, camina por el pasillo circular, pulido por el flujo de agua que se desliza por allí cuando llueve. Sigue el camino ascendente durante unos cinco minutos, luego se bifurca en tres tubos y él elige el más estrecho, que cada vez se hace más pequeño hasta que  tiene que caminar a gatas, es un trayecto más corto, pero tarda diez minutos más o menos en llegar a la zona donde se vuelve a agrandar. Aquí todo está muy oscuro y se alumbra con una barra de luz. Este último pasillo es abrupto y las piedras raspan y cortan, suerte que lleva también los guantes y escarpines. Está claro que por aquí no pasa el agua. A la derecha en un rincón, yace el esqueleto de alguien cubierto de andrajos. No le gusta mirarlo, tiene el cráneo roto, alguien debió darle un golpe, y más a la izquierda en una concavidad, hay dos cofres muy planos. La primera vez que los vio, se quedó observándolos durante un buen rato. Tenían pinta de ser muy antiguos y no necesitó presionar con mucha fuerza para poder abrirlos, la madera estaba blanda y podrida.


Hoy fue a tiro hecho, bajo la tapa hay un tapete de terciopelo que oculta perlas, cadenas que parecen de oro y lo que pueden ser piedras preciosas, también hay hebillas, anillos, broches, collares y pulseras. Coge un buen puñado y se lo guarda en una funda plástica con cierre de cremallera, que se mete bajo el traje, y deshace lo andado pensando que probaría en una casa de empeño, para asegurarse con un tasador de si tienen o no valor.
Nada por el fondo a favor de la corriente guiándose por la cuerda, en busca de la tabla que se había desplazado bastante como tenía previsto. Al salir a la superficie se topó con la embarcación que había visto antes.

-­Chico, pensábamos que te había pasado algo­ -Le comentó uno de los tripulantes de la barcaza. Él puso la bolsa con las lapas sobre la tabla y se subió -Pues no, andaba por aquí cogiendo unas lapas­- El tipo, mientras parecía sonreír lo miró de forma turbia y escupió sobre la superficie del mar. El cielo se había oscurecido y las puntas de las olas empezaban a rizarse, señal de que  se aproximaba una tormenta, era hora de regresar a casa. Sin más, les soltó a regañadientes y para no levantar sospechas, un –gracias por preocuparse, –y tomó rumbo a la orilla.

El despertador llevaba sonando un rato. Por fin se levantó medio zombi, se aseó y se entretuvo peinándose y pellizcándose las espinillas hasta que se quedó medio a gusto. Cogió la mochila, metió una libreta, un boli y un lápiz; agarró la goma, la miró y la tiró de vuelta a la mesa, y con una sonrisa torcida, salió de la habitación pensando que hoy le pediría prestada la goma, a la rubia de curvas sinuosas que no le solía dar pelota. Se detuvo bruscamente, volvió atrás, abrió la gaveta y sacó un estuche plástico con cremallera donde brillaban unas piedras y cadenas; y silbando escaleras abajo, lo metió en el bolsillo del chaquetón.