domingo, 6 de abril de 2014

La caída















uerida tía:

No sabes en qué momento tan oportuno he recibido tu carta, la esperaba con ilusión, quería saber tu sensata opinión sobre lo que hablamos. Desde que me dijiste que me ibas a escribir no he podido con el desasosiego. A lo largo de estos tres últimos días, me acercaba al buzón cuatro o cinco veces para comprobar si habían llegado tus noticias y por fin ya están aquí. 

He releído tus letras unas cuantas veces. Cuando me planteaste el escribirnos en lugar de que habláramos sólo por teléfono o por el whatsApp, la idea me pareció fantástica. Como bien dices, al hablar exponemos lo que nos pasa por la cabeza medianamente meditado, pero cuando escribimos nos paramos a pensar con detenimiento en lo que queremos decir y en cómo lo queremos exponer. Creo que esto me vendrá muy bien para mi propósito.

La necesidad que he descubierto que sentía, ante la idea de recibir tu carta, me ha llevado a pensar en esas personas de las que apenas se acuerda nadie, que por el motivo que sea no tienen muchas amistades y que miran el buzón cuando regresan a casa después de hacer la compra, con la esperanza de encontrar al menos la correspondencia semanal que envía el banco o los folletos de propaganda de los centros comerciales. Todos necesitamos estar solos a veces, pero cuando esa soledad se nos impone resulta un trago amargo de llevar. 

En estos días me vino a la memoria y he estado trabajando en él, aquel relato que me contaste y que a su vez te había relatado tu vecina sobre lo que ella misma llamó "la caída", quisiera que lo revises y me des tu opinión al respecto:


En aquel instante supo que todo se caía. No le hizo falta decir nada, ni recordar siquiera su mirada. Lo sintió por dentro. Aquel frío intenso, aquel miedo a mañana, a la soledad. 

Cogió el coche y salió a toda prisa. Se fue serenando a medida que deambulaba por las calles sin pensar, solo atenta al tráfico. Al final aparcó en las proximidades de un parque y lloró, lloró como creyó que nunca lo había hecho. Pensó que lo había perdido todo. Él ya no estaba, sus cosas no estaban. No es que hubiera muerto físicamente, no, claro, pero para ella había muerto. Sus ojos no eran los mismos, hacía tiempo que ya no la veían. Ya nada era igual. Quería morirse, no quería seguir con la rutina. ¿Qué iba a hacer? ¿Cómo seguir adelante?

Los golpes en la ventanilla del coche la sacaron de su ensimismamiento. El pequeño la miraba con los ojos muy abiertos. Aquella cara sucia le sonreía y en aquel momento todo cambió. Ella también le sonrió mientras se secaba la cara con las manos, no se había traído pañuelos. Y mientras aquellos ojos sonrientes la miraban, sintió que podía volver a empezar. Así que en primer lugar dejaría de lamentarse y volvería a su casa vacía. Mañana compraría unas flores para alegrar su ventana. De pronto se dio cuenta que tenía muchas cosas que hacer. Tenía que rodar muebles, pintar paredes... Sonrió al espejo retrovisor mientras se masajeaba un poco la cara, estaba horrorosa. 

Suspiró profundamente, arrancó el coche y mientras giraba para regresar a casa, pensó que siempre le estaría eternamente agradecida a aquel niño desconocido, que sujetaba una pelota con una mano y arrastraba la mochila con la otra mientras se alejaba corriendo. 


Ahora me quedo de nuevo a la espera de tus noticias. Es una lástima que no te aventures  en el manejo del ordenador. A ver cuándo te animas. En cuanto recibas la carta llámame por teléfono.

Muchos besos, tu sobrina.


1 comentario:

  1. La primera ilustración es una copia de una letra Capitular Medieval Celta (siglo VIII - XIX) que llevé a cabo con pigmentos sobre piel de cordero, tal como lo hacían en esa época.
    Las otras dos ilustraciones las realicé siguiendo el estilo de la primera, pero la técnica es acuarela y rotulador sobre papiro.

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